martes, 9 de julio de 2013

SECTORES SUBRAYADOS DEL CAPÍTULO X DE "EL TEMA DE NUESTRO TIEMPO" (LA DOCTRINA DEL PUNTO DE VISTA), de 1923.

ORTEGA Y GASSET, J. «La Doctrina del Punto de Vista», en El tema de nuestro tiempo.

Obras Completas, Vol. III, cap. X. Madrid: Revista de Occidente, 1966. Escrito original de 1922/1923.

Hemos separado sectores del texto elegido que consideramos especialmente interesantes, precisamente en los que aparecen términos subrayados. Los sectores que no tienen términos subrayados no los consideramos especialmente interesantes para ejercitarnos en el comentario desde un texto de Ortega. Hay algunos términos ‘explicados’ entre corchetes, se trata de términos que hoy no se usan más que para referirse a Ortega; no son, por otra parte, especialmente importantes o significativos.


Contraponer la cultura a la vida y reclamar para ésta la plenitud de sus derechos frente a aquélla no es hacer profesión de fe anticultural. Si se interpreta así lo dicho anteriormente, se practica una perfecta tergiversación. Quedan intactos los valores de la cultura; únicamente se niega su exclusivismo. Durante siglos se viene hablando exclusivamente de la necesidad que la vida tiene de la cultura. Sin desvirtuar lo más mínimo esta necesidad, se sostiene aquí que la cultura no necesita menos de la vida. Ambos poderes el inmanente de lo biológico y el trascendente de la cultura quedan de esta suerte cara a cara, con iguales títulos, sin supeditación del uno al otro.

Este trato leal de ambos permite plantear de una manera clara el problema de sus relaciones y preparar una síntesis más franca y sólida. Por consiguiente, lo dicho hasta aquí es sólo preparación para esa síntesis en que culturalismo y vitalismo, al fundirse, desaparecen. Recuérdese el comienzo de este estudio.


La tradición moderna nos ofrece dos maneras opuestas de hacer frente a la antinomia entre vida y cultura. Una de ellas, el racionalismo, para salvar la cultura niega todo sentido a la vida. La otra, el relativismo, ensaya la operación inversa: desvanece el valor objetivo de la cultura para dejar paso a la vida. Ambas soluciones, que a las generaciones anteriores parecían suficientes, no encuentran eco en nuestra sensibilidad. Una y otra viven a costa de cegueras complementarias. Como nuestro tiempo no padece esas obnubilaciones, como se ve con toda claridad en el sentido de ambas potencias litigantes, ni se aviene a aceptar que la verdad, que la justicia, que la belleza no existen, ni a olvidarse de que para existir necesitan el soporte de la vitalidad. 


Aclaremos este punto concretándonos a la porción mejor definible de la cultura: el conocimiento. El conocimiento es la adquisición de verdades, y en las verdades se nos manifiesta el universo trascendente (transubjetivo) de la realidad. Las verdades son eternas, únicas e invariables. ¿Cómo es posible su insaculación dentro del sujeto? [la palabra 'insacular' tiene aquí un difícil encaje: significa introducir en una urna una serie de nombres para proceder posteriormente a su extracción]. La respuesta del Racionalismo es taxativa: sólo es posible el conocimiento si la realidad puede penetrar en él sin la menor deformación. El sujeto tiene, pues, que ser un medio transparente, sin peculiaridad o color alguno, ayer igual a hoy y mañana por tanto, ultravital y extrahistórico. Vida es peculiaridad, cambio, desarrollo; en una palabra: historia. La respuesta del relativismo no es menos taxativa. El conocimiento es imposible; no hay una realidad trascendente, porque todo sujeto real es un recinto peculiarmente modelado. Al entrar en él la realidad se deformaría, y esta deformación individual sería lo que cada ser tomase por la pretendida realidad.

Es interesante advertir cómo en estos últimos tiempos, sin común acuerdo ni premeditación, psicología, “biología” y teoría del conocimiento, al revisar los hechos de que ambas actitudes partían, han tenido que rectificarlos, coincidiendo en una nueva manera de plantear la cuestión. El sujeto, ni es un medio transparente, un "yo puro" idéntico e invariable, ni su recepción de la realidad produce en ésta deformaciones. Los hechos imponen una tercera opinión, síntesis ejemplar de ambas. Cuando se interpone un cedazo o retícula en una corriente, deja pasar unas cosas y detiene otras; se dirá que las selecciona, pero no que las deforma. Esta es la función del sujeto, del ser viviente ante la realidad cósmica que le circunda. Ni se deja traspasar sin más ni más por ella, como acontecería al imaginario ente racional creado por las definiciones racionalistas, ni finge él una realidad ilusoria. Su función es claramente selectiva. De la infinidad de los elementos que integran la realidad, el individuo, aparato receptor, deja pasar un cierto número de ellos, cuya forma y contenido coinciden con las mallas de su retícula sensible. Las demás cosas -fenómenos, hechos, verdades quedan fueran, ignoradas, no percibidas. 


Un ejemplo elemental y puramente fisiológico se encuentra en la visión y en la audición. El aparato ocular y el auditivo de la especie humana reciben ondas vibratorias desde cierta velocidad mínima hasta cierta velocidad máxima. Los colores y sonidos que queden más allá o más acá de ambos límites le son desconocidos. Por tanto, su estructura vital influye en la recepción de la realidad; pero esto no quiere decir que su influencia o intervención traiga consigo una deformación. Todo un amplio repertorio de colores y sonidos reales, perfectamente reales, llega a su interior y sabe de ellos. Como con los colores y sonidos acontece con las verdades.


La estructura psíquica de cada individuo viene a ser un órgano perceptor, dotado de una forma determinada que permite la comprensión de ciertas verdades y está condenado a inexorable ceguera para otras. Así mismo, para cada pueblo y cada época tienen su alma típica, es decir, una retícula con mallas de amplitud y perfil definidos que le prestan rigurosa afinidad con ciertas verdades e incorregible ineptitud para llegar a ciertas otras. Esto significa que todas las épocas y todos los pueblos han gozado su congrua ['congrua': correspondiente, proporcionada] porción de verdad, y no tiene sentido que pueblo ni época algunos pretendan oponerse a los demás, como si a ellos les hubiese cabido en el reparto la verdad entera. Todos tienen su puesto determinado en la serie histórica; ninguno puede aspirar a salirse de ella, porque esto equivaldría a convertirse en un ente abstracto, con integra renuncia a la existencia.


Desde distintos puntos de vista, dos hombres miran el mismo paisaje. Sin embargo, no ven lo mismo. La distinta situación hace que el paisaje se organice ante ambos de distinta manera. Lo que para uno ocupa el primer término y acusa con vigor todos sus detalles, para el otro se halla en el último, y queda oscuro y borroso. Además, como las cosas puestas unas detrás se ocultan en todo o en parte, cada uno de ellos percibirá porciones del paisaje que al otro no llegan. ¿Tendría sentido que cada cual declarase falso el paisaje ajeno? Evidentemente, no; tan real es el uno como el otro. Pero tampoco tendría sentido que puestos de acuerdo, en vista de no coincidir sus paisajes, los juzgasen ilusorios. Esto supondría que hay un tercer paisaje auténtico, el cual no se halla sometido a las mismas condiciones que los otros dos. Ahora bien, ese paisaje arquetipo no existe ni puede existir.


La realidad cósmica es tal, que sólo puede ser vista bajo una determinada perspectiva. La perspectiva es uno de los componentes de la realidad. Lejos de ser su deformación, es su organización. Una realidad que vista desde cualquier punto resultase siempre idéntica es un concepto absurdo. Lo que acontece con la visión corpórea se cumple igualmente en todo lo demás. Todo conocimiento es desde un punto de vista determinado. La species aeternitatis, de Spinoza, el punto de vista ubicuo, absoluto, no existe propiamente: es un punto de vista ficticio y abstracto. No dudamos de su utilidad instrumental para ciertos menesteres del conocimiento; pero es preciso no olvidar que desde él no se ve lo real. El punto de vista abstracto sólo proporciona abstracciones.


Esta manera de pensar lleva a una reforma radical de la filosofía y, lo que importa más, de nuestra sensación cósmica. La individualidad de cada sujeto era el indominable estorbo que la tradición intelectual de los últimos tiempos encontraba para que el conocimiento pudiese justificar su pretensión de conseguir la verdad. Dos sujetos diferentes se pensaba llegarán a verdades divergentes. Ahora vemos que la divergencia entre los mundos de dos sujetos no implica la falsedad de uno de ellos. Al contrario, precisamente porque lo que cada cual ve es una realidad y no una ficción, tiene que ser su aspecto distinto del que otro percibe. Esa divergencia no es contradicción, sino complemento. Si el universo hubiese presentado una faz idéntica a los ojos de un griego socrático que a los de un yanqui, deberíamos pensar que el universo no tiene verdadera realidad, independiente de los sujetos. Porque esa coincidencia de aspecto ante dos hombres colocados en puntos tan diversos como son la Atenas del siglo V y la Nueva York del XX indicaría que no se trataba de una realidad externa a ellos, sino de una imaginación que por azar se producía idénticamente en dos sujetos. 

Cada vida es un punto de vista sobre el universo. En rigor, lo que ella ve no lo puede ver otra. Cada individuo persona, pueblo, época es un órgano insustituible para la conquista de la verdad. He aquí cómo ésta, que por sí misma es ajena a las variaciones históricas, adquiere un dimensión vital. Sin el desarrollo, el cambio perpetuo y la inagotable aventura que constituyen la vida, el universo, la omnímoda verdad, quedaría ignorada.


El error inveterado ['inveterado': antiguo, arraigado] consistía en suponer que la realidad tenía por sí misma, e independientemente del punto de vista que sobre ella se tomara, una fisonomía propia. Pensando así, claro está, toda visión de ella desde un punto determinado no coincidiría con ese su aspecto absoluto y, por tanto, sería falsa. Pero es el caso que la realidad, como un paisaje, tienen infinitas perspectivas, todas ellas igualmente verídicas y auténticas. La sola perspectiva falsa es esa que pretende ser la única. Dicho de otra manera: lo falso es la utopía, la verdad no localizada, vista desde “lugar ninguno”. El utopista y esto ha sido en esencia el racionalismo- es el que más yerra, porque es el hombre que no se conserva fiel a su punto de vista, que deserta de su puesto.


Hasta ahora la filosofía ha sido siempre utópica. Por eso pretendía cada sistema valer para todos los tiempos y para todos los hombres. Exenta de la dimensión vital, histórica, perspectivista, hacía una y otra vez vanamente su gesto definitivo. La doctrina del punto de vista exige, en cambio, que dentro del sistema vaya articulada la perspectiva vital de que ha emanado, permitiendo así su articulación con otros sistemas futuros o exóticos. La razón pura tiene que ser sustituida por una razón vital, donde aquélla se localice y adquiera movilidad y fuerza de transformación.


Cuando hoy miramos las filosofías del pasado, incluyendo las del último siglo, notamos en ellas ciertos rasgos de primitivismo. Empleo esta palabra en el estricto sentido que tiene cuando es referida a los pintores del quattrocento. ¿Por qué llamamos a éstos "primitivos"? ¿En qué consiste su primitivismo? En su ingenuidad, en su candor se dice. Pero ¿cuál es la razón del candor y de la ingenuidad, cuál su esencia? Sin duda, es el olvido de sí mismo. El pintor primitivo pinta el mundo desde su punto de vista bajo el imperio de las ideas, valoraciones, sentimientos que le son privados, pero cree que lo pinta según él es. Por lo mismo, olvida introducir en su obra su personalidad; nos ofrece aquélla como si se hubiera fabricado a sí misma, sin intervención de un sujeto determinado, fijo en un lugar del espacio y en un instante del tiempo. Nosotros, naturalmente, vemos en el cuadro el reflejo de su individualidad y vemos, a la par, que él no la veía, que se ignoraba a sí mismo y se creía una pupila anónima abierta sobre el universo. Esta ignorancia de sí mismo es la fuente encantadora de la ingenuidad.


Mas la complacencia que el candor nos proporciona incluye y supone la desestima del candoroso. Se trata de un benévolo menosprecio. Gozamos del pintor primitivo, como gozamos del alma infantil, precisamente, porque nos sentimos superiores a ellos. Nuestra visión del mundo es mucho más amplia, más compleja, más llena de reservas, encrucijadas, escotillones. Al movernos en nuestro ámbito vital sentimos éste como algo ilimitado, indomable, peligroso y difícil. En cambio al asomarnos al universo del niño o del pintor primitivo vemos que es un pequeño círculo, perfectamente concluso y dominable, con un repertorio reducido de objetos y peripecias. La vida imaginaria que llevamos durante el rato de esa contemplación nos parece un juego fácil que momentáneamente nos liberta de nuestra grave y problemática existencia. La gracia del candor es, pues, la delectación del fuerte en la flaqueza del débil.


El atractivo que sobre nosotros tienen las filosofías pretéritas es del mismo tipo. Su claro y sencillo esquematismo, su ingenua ilusión de haber descubierto toda la verdad, la seguridad con que se asientan en fórmulas que suponen inconmovibles nos dan la impresión de un orbe concluso, definido y definitivo, donde ya no hay problemas, donde todo está ya resuelto. Nada más grato que pasear unas horas por mundos tan claros y tan mansos. Pero cuando tornamos a nosotros mismos y volvemos a sentir el universo con nuestra propia sensibilidad, vemos que el mundo definido por esas filosofías no era, en verdad el mundo, sino el horizonte de sus autores. Lo que ellos interpretaban como límite del universo, tras el cual no había nada más, era sólo la línea curva con que su perspectiva cerraba su paisaje. Toda filosofía que quiera curarse de ese inveterado primitivismo, de esa pertinaz utopía, necesita corregir ese error, evitando que lo que es blando y dilatable horizonte se anquilose en mundo.


Ahora bien; la reducción o conversión del mundo a horizonte no resta lo más mínimo de realidad a aquél; simplemente lo refiere al sujeto viviente, cuyo mundo es, lo dota de una dimensión vital, lo localiza en la corriente de la vida, que va de pueblo en pueblo, de generación en generación, de individuo en individuo, apoderándose de la realidad universal. De esta manera, la peculiaridad de cada ser, su diferencia individual, lejos de estorbarle para captar la verdad, es precisamente el órgano por el cual puede ver la porción de realidad que le corresponde. De esta manera, aparece cada individuo, cada generación, cada época como un aparato de conocimiento insustituible. La verdad integral sólo se obtiene articulando lo que el prójimo ve con lo que yo veo, y así sucesivamente.


Cada individuo es un punto de vista esencial. Yuxtaponiendo las visiones parciales de todos se lograría tejer la verdad omnímoda y absoluta. Ahora bien: esta suma de las perspectivas individuales, este conocimiento de lo que todos y cada uno han visto y saben, esta omnisciencia, esta verdadera “razón absoluta” es el sublime oficio que atribuimos a Dios. Dios es también un punto de vista; pero no porque posea un mirador fuera del área humana que le haga ver directamente la realidad universal, como si fuera un viejo racionalista. Dios no es racionalista. Su punto de vista es el de cada uno de nosotros; nuestra verdad parcial es también verdad para Dios. ¡De tal modo es verídica nuestra perspectiva y auténtica nuestra realidad! Sólo que Dios, como dice el catecismo, está en todas partes y por eso goza de todos los puntos de vista y en su ilimitada vitalidad recoge y armoniza todos nuestros horizontes. Dios es el símbolo del torrente vital, al través de cuyas infinitas retículas va pasando poco a poco el universo, que queda así impregnado de vida, consagrado, es decir, visto, amado, odiado, sufrido y gozado.


Sostenía Malebranche que si nosotros conocemos, alguna verdad es porque vemos las cosas en Dios, desde el punto de vista de Dios. Más verosímil me parece lo inverso: que Dios ve las cosas al través de los hombres, que los hombres son los órganos visuales de la divinidad.
Por eso conviene no defraudar la sublime necesidad que de nosotros tiene, e hincándonos bien en el lugar que nos hallamos, con una profunda fidelidad a nuestro organismo, a lo que vitalmente somos, abrir bien los ojos sobre el contorno y aceptar la faena que nos propone el destino: el tema de nuestro tiempo.

COMENTARIOS A UNOS EXTRACTOS DE "LA JUSTICIA COMO EQUIDAD, UNA REFORMULACIÓN", de JOHN RAWLS (2002).


RAWLS, John. La justicia como equidad.
Una reformulación. 2002. (Justice as Fairness: A Restatement, 2001).

—extractos COMENTADOS—

(El texto de Rawls en cursiva y entre barras dobles // )

Las tesis de John Rawls sobre 'Justicia y Equidad' reformuladas en 2001.


//La idea del liberalismo político surge del modo siguiente. Partimos de dos hechos: primero, del hecho del pluralismo razonable, el hecho de que la diversidad de doctrinas comprehensivas razonables es un rasgo permanente de la sociedad democrática; y, segundo, del hecho de que en un régimen democrático el poder político es concebido como el poder de los ciudadanos libres e iguales como cuerpo colectivo. Estos dos aspectos dan lugar a un problema de legitimidad política. Porque si el hecho del pluralismo razonable caracteriza siempre a las sociedades democráticas y si el poder político es en realidad el poder de los ciudadanos libre e iguales, ¿en virtud de qué razones y valores –en virtud de qué clase de concepción de la justicia- pueden los ciudadanos ejercer legítimamente el poder los unos sobre los otros?//

Continúa resultando problemática, desde esta última reformulación de sus tesis (tales tesis fueron  por primera vez enunciadas en 1958 con el título de Justice and Fairness, en el número 67 de The Philosophical Review, de la Cornell University), la definición de ese ‘pluralismo razonable’ que este filósofo de la moral y profesor estadounidense (John Rawls, Baltimore, 1923 - Massachusetts, 2002) asocia postulativamente en sus escritos a aquellas sociedades en las que se dan de hecho, porque se toleran, una pluralidad de razones y demandas políticas. Razones y demandas que deben ser asimiladas al tejido institucional de estas sociedades como legítimas y, desde esta legitimidad, como legales. Desde estos presupuestos no resultaría una impropiedad presentar como ‘injustos’ o ‘no equitativos’ todos aquellos otros sistemas políticos incapaces de asimilar desde sus órganos institucionales tales instancias postulativas (la admisión indiscriminada de razones y demandas) incorporándolas a sus textos constitutivos fundamentales (así, por ejemplo, en actuales y en preteridos regímenes oligárquico-comunistas, como la extinta URSS o la actual China, en los que no se contempla la posibilidad del disenso).

            Rawls continuaba, en este último tramo de su producción, porfiando en asentar las bases de su ‘pluralismo razonable’, con la mirada puesta en una corta serie de fórmulas postulativas del primer liberalismo histórico: En las propuestas de John Locke y Adam Smith sobre la legitimidad del derecho a la consecución de la felicidad por parte de cada sujeto devenido en ciudadano (the pursuit of happiness); en las propuestas o postulados contenidos en la Virginia's Declaration of Rights de 1776, sobre las que se escribieron los artículos de la Constitución de los EE. UU.; o en los postulados kantianos dirigidos hacia el horizonte de una humanidad ilustrada y cosmopolita asentada sobre un 'reino de los fines' —ein Reich der Zwecke—. En este último caso, un 'reino de los fines' desde cuya base rousseauniana (Jean Jacques Rousseau, en El contrato social, 1762) podría talvez tenderse un puente entre estas postulaciones liberales y neocontractualistas rawlsianas y algunas de las que dan cuerpo al actual concepto de justicia social desde una perspectiva más socialdemócrata que liberal: Solamente cuando vivimos tutelados por un régimen político en el que el ciudadano es legislador podemos hablar de una verdadero estado de justicia política desde los presupuestos expuestos y defendidos por Rousseau en su Contrat social.  

            Ahora bien, el divorcio que existe entre los derechos que se contemplan y se sancionan como tales en las constituciones y legislaciones de las democracias liberales occidentales basadas en el sufragio, por un lado, y la práctica o la ejecución real de tales derechos, por otro lado, es algo en lo que la teoría rawlsiana no entra con el mismo espíritu de fundamentación que en el campo teórico. De la misma forma la situación de pérdida o regateo de derechos efectivos que actualmente estamos sufriendo en las sociedades occidentales, mucho más cercanas a los patrones liberales que a los sociales o ‘socialistas’ en los últimos tiempos (desde la caída del muro de Berlín: desde la proclamación el ‘consensus de Washington’, 1990), es algo a lo que la teoría de Rawls solamente se refiere de una forma defectiva: tales situaciones escaparían o se alejarían de esa situación ideal que queda establecida dentro del marco postulativo de un régimen político que pretenda presentarse como justo y equitativo. Desde estos antecedentes no parece ‘injusto’ calificar a la teoría rawlsiana como no operativa en lo que a la mejora de las condiciones materiales que determinan la posibilidad o la imposibilidad de la consecución de tales fines justos y equitativos se refiere. En todo caso su operatividad quedaría reducida al ámbito de la denuncia de una situación de mayor o menor justicia o injusticia en relación con un optimus cuya definición quedará siempre pospuesta al ámbito de lo meramente postulativo (es justo lo que es equitativo; es decir, que es justo lo que no es injusto para ningún sujeto de derecho: es una tautología jurídico-política).


//El liberalismo político responde que la concepción de la justicia debe ser una concepción política. Dicha concepción, cuando es satisfecha, nos permite decir lo siguiente: el poder político es legítimo sólo cuando es ejercido de acuerdo con una constitución (escrita o no escrita), cuyas esencias pueden aceptar todos los ciudadanos, como ciudadanos razonables y racionales que son, a la luz de su común razón humana. Este es el principio liberal de legitimidad. Es un desideratum adicional el que todas las cuestiones legislativas que conciernen a esas esencias o lindan con ellas, o son altamente divisivas*, también se resuelvan, en la medida de lo posible, siguiendo directrices y valores que puedan aceptarse de forma similar. //
*.- Creemos mejor traducción ‘polémicas’ que ‘divisivas’. Divisive questions: Cuestiones polémicas, que dividen a la opinión pública (Nota del comentarista).

De la misma forma que acabar una definición no tautológica de ‘pluralismo razonable’ constituye un problema no resuelto dentro de la teoría rawlsiana otro tanto puede ocurrir con el concepto de ‘legitimidad’ o de ‘legitimidad política’. La no confusión entre ‘legal’ y ‘legítimo’ es un presupuesto sobre el que Rawls asienta una parte nada despreciable de su teoría política: Es legal lo que se sanciona como tal (así, por ejemplo, la existencia de la pena de muerte en algunas democracias occidentales, entre ellas la de los EE.UU., o en otros sistemas no democrático-representativos); sin embargo no todo lo legal es legítimo, ya que la base de la legitimidad es la moral y su fundamentación la Ética. Cuáles son los regímenes políticos legales: todos los que se han dado alguna constitución escrita o consensuada por la práctica, incluido el régimen norcoreano (una dictadura comunista hereditaria). Ahora bien cuáles serían los regímenes políticos legítimos: solamente aquellos en los que se intenta realizar el ya un tanto preterido, aunque reasumible y muy actualizable, concepto de ‘ciudadanía’; es decir aquellos en los que los sujetos políticos asumen y aceptan de buen grado el régimen político que los tutela desde el principio de su inclusión en tales regímenes como sujetos activos, esto es, como legisladores (otra vez el kantiano/rousseauniano ‘reino de los fines’).

            En cuanto a los antecedentes de tal situación de legitimidad política, estos habría que buscarlos en los postulados eudemonistas aristotélicos (el bien común y la felicidad compartida como justificación de la Politeia) tan cercanos y afines a los postulados rousseaunianos sobre la ‘voluntad general’ y la ‘democracia directa’; principios estos que el ginebrino defendió en El Contrato Social (Du Contrat Social ou Principes du droit politique, 1762). Sin embargo Rawls estaría mucho más cerca de los postulados representativo-institucionalistas defendidos por Locke en el Segundo de sus Dos ensayos sobre el gobierno civil (Two Treatises of Government, 1689), soportes del principio de la compartimentación y delegación de los poderes políticos y jurídicos, que de los organicistas y soberanista-populares de un Rousseau según los cuales el ciudadano había de ser, al tiempo, ciudadano-soberano y súbdito dentro de su fórmula contractualista (de una fórmula que justifica la inclusión del nombre de Rousseau en la lista de ‘socialistas utópicos’ o ‘antemarxianos’) [G.D.H. Cole, Historia del pensamiento socialista, tomo I]. Esa mayor cercanía de Rawls a los argumentos representativistas o sufragistas lockeanos es coherente con el hecho de que los postulados rousseaunianos suelan presentarse más como un antecedente de las doctrinas políticas socialistas, incluyendo la marxiana, que de la liberal, ya que las propuestas rousseaunianas acaban justificando la existencia de un Estado fuerte en el que la práctica del disenso se vería impedida por el establecimiento de una ‘razón de Estado’: la razón expresada por una voluntad general (que no es la ‘razón de las mayorías’: oclocracia). Esa voluntad general, en Kant (desde Rousseau), quedaría reforzada por una ‘voluntad de la racionalidad práctica’ formalmente asistida por el imperativo categórico. Mas en Rawls, una vez desechada la base metafísica y/o religiosa asumida por Kant (la naturaleza, de la cual la humanidad constituye una parte, tiene un plan secreto que la conduce a un optimus de orden), sería esa concepción ‘buenista’ del estado de ‘justicia equitativa’ asimilado al estatuto jurídico político de las democracias occidentales la que en última y en primera instancia justifica y presenta como legítimos a unos estados y como no-legítimos a otros.

            Bien. Pero ese ‘pluralismo razonable’ reclamado por Rawls sigue acusando ese déficit de fundamentación que señalamos al principio de esta lectura de la reformulación de su Justicia como equidad.


//En materias de esencias constitucionales, así como en cuestiones de justicia básica, tratamos de apelar tan sólo a principios y valores que todo ciudadano puede aceptar. La esperanza de una concepción política de la justicia es poder formular esos valores: sus principios y valores compartidos hacen que la razón sea pública, mientras que la libertad de expresión y pensamiento en un régimen constitucional hace que sea libre. Al proporcionar una base pública de justificación, una concepción política de la justicia aporta el marco para la idea liberal de legitimidad política. Sin embargo, no decimos que una concepción política formule valores políticos que puedan resolver todas las cuestiones legislativas. Esto no es posible ni deseable. Hay muchas cuestiones que las asambleas legislativas deben entender que sólo el voto puede decidir, un voto lógicamente influido por valores no políticos. Con todo, al menos respecto de las esencias constitucionales y en cuestiones de justicia básica intentamos encontrar una base consensuada; siempre que haya aquí acuerdo, aunque sea aproximado, puede mantenerse –así lo esperamos- la cooperación social equitativa entre ciudadanos.//

Que la ‘cooperación social equitativa entre ciudadanos’ (léase la práctica de la justicia social: léase el mantenimiento del ‘Estado de bienestar’ o del también llamado, a veces peyorativamente, ‘Estado asistencial’, sostenido por impuestos que gravan a empresas y a particulares) quede potenciada o impelida, por unos marcos constitucionales en los que se contemplen y se sancionen como irrenunciables determinados principios (más que derechos) ésa es la cuestión de fondo a  la que habría que responder antes de presentar a la teoría política rawlsiana como universalmente aceptable en términos de Ilustración o, en términos más actuales, de emancipación (Jürgen Habermas, Conocimiento e interés: Erkenntnis und Interesse, 1968). Esas ‘esencias constitucionales’ a las que Rawls se refiere no son otras que aquellas que inspiraron a los legisladores de Virginia (1776) o a los ilustrados franceses formuladores de la Declaración de Derechos del hombre y el ciudadano (Déclaration des droits de l’homme et du citoyen, 1789), y las que dieron argumentos y razones contra los presupuestos aristocráticos y neoestamentales del Ancien Régime en 1791 (1ª Constitución en Francia después de la Revolución). Razones y argumentos desde los que se escribieron las constituciones o las compilaciones de derecho liberales del XVIII y del XIX, parcial o totalmente vigentes algunas de ellas (Reino Unido, EEUU, Suiza, algunas constituciones iberoamericanas). Pero, si tales ‘esencias’ también pudieramos encontrarlas en el Manifiesto Comunista (Marx-Engels, 1848), o en las arengas internacionalistas de Lenin (Qué hacer, 1902) o de Rosa de Luxenburgo (Reforma o revolución, 1900/1908), como de hecho las encontramos, se hace necesario buscar un criterio que pueda servirnos para salvaguardar ese carácter liberal con el que Rawls se obstina en presentar como original y genuinamente democrática su ‘idea de legitimidad política’. Y tal criterio principal no irá a ser otro que el de la salvaguarda de la posibilidad del disenso, de la cual la existencia de libertades, según Rawls (de asociación, reunión, expresión, fiundación de partidos y sociedades…), sería el ejemplo más esclarecido.

            La definición del filósofo francés Henrie Bergson de lo que es una ‘sociedad abierta’ (une société ouverte: aquella que permite el disenso en su seno y en la que el poder ejecutivo no tiene fundamentos legales para anular la oposición social a sus acciones, beneficiándose tal sociedad abierta por la acción de instituciones flexibles y transparenbtes: en Les Deux Sources de la morale et de la religion, de 1932), reformulada después de la 2ª GM por Karl R. Popper en La sociedad abierta y sus enemigos (The Open Society and Its Enemies, 1945) están también entre los antecedentes muy principales de la teoría política expresada por John Rawls en Justicia como equidad: Una reformulación, la obra de nuestro interés (Justice as Fairness: A Restatement, 2001).

            Urge, en cualquier caso, establecer cuáles son esos principios y valores ‘que todo ciudadano puede aceptar’, y que son los que darían texto y cuerpo a esas ‘esencias constitucionales’ cuyas presencias en los códigos jurídico-políticos Rawls presenta como conditiones sine quae non para que un régimen o una práctica política puedan ser calificados como ‘justos y equitativos’.


//Dadas estas cuestiones, nuestro problema es el siguiente: entiendo la sociedad como un sistema equitativo de cooperación entre ciudadanos concebidos como libres e iguales, ¿qué principios de justicia son los más apropiados para definir los derechos y libertades básicos, y para regular las desigualdades sociales y económicas en las perspectivas de los ciudadanos a lo largo de toda su vida? Estas desigualdades son nuestra principal preocupación.

                A fin de hallar un principio que regule esas desigualdades, recurrimos a nuestras más firmes convicciones razonadas sobre derechos y libertades básicos iguales, sobre el valor equitativo de las libertades políticas y sobre la igualdad equitativa de oportunidades. Salimos de la esfera de la justicia distributiva en sentido estricto para ver si podemos aislar un principio distributivo apropiado valiéndonos de esas convicciones más firmes, toda vez que sus elementos esenciales son representados en la posición original como un mecanismo de representación. Este mecanismo está pensado para ayudarnos a decidir qué principio, o principios, seleccionarían los representantes de ciudadanos libres e iguales para regular las desigualdades sociales y económicas en esas perspectivas globales de vida, cuando asumen que ya están aseguradas las libertades básicas iguales y la equidad de oportunidades.//

Qué ‘principios de justicia’ son los apropiados ‘para definir los derechos y  libertades’ que han de reconocerse en una situación óptima de justicia y equidad, o que han de asumirse para acercarse a ella. Esta es, desde luego una cuestión fundamental para cualquier forma de ordenamiento político o cívico. Pero aún más lo sería la de establecer las bases prácticas —ejecutivas— desde las cuales habría que operar para que tales situaciones de desigualdad, explotación, exclusión y violencia social contra los menos favorecidos, etc., pudieran ser no ‘reguladas’, como leemos en el texto (aunque Rawls, en su lengua inglesa-norteamericana, usa más la expresión ‘arranged’ que ‘regulated’ cuando se trata de establecer tales principios: Social and economic inequalities are to be arranged. “To make arrangements” es modismo norteamericano que puede significar “tomar medidas para arreglar algo”), sino neutralizadas o superadas desde esas mismas instituciones. Instituciones estas que, desde la asunción de tales principios, se verían impelidas a actuar contra tales males. Así, salvaguardar el principio moral (¿esencial?) de la ‘igualdad de oportunidades’ podría ser asumido como uno de los principios que expresarían aquellas esencias constitucionales propias de las sociedades abiertas o liberales. Ahora bien esa salvaguarda y/o esa defensa no habría de tener lugar únicamente en el terreno de la declaración de derechos —ya están ahí desde finales del siglo XVIII— sino en el ámbito de la actuación político-ejecutiva: Habrían de realizarla los gobiernos conduciendo sus acciones desde las asunciones de aquellos derechos fundamentales, establecidos como 'principios de justicia', llevando a cabo políticas sociales.

            El problema va a plantearse —se está planteando: v. gr., la contestación a la tímida política sanitaria ensayada por Barak Obama en su primer mandato como presidente de los EE. UU., o los bloqueos institucionales en España a propósito de los desahucios de viviendas decretados por los impagos de las deudas por hipotecas— cuando estas políticas sociales sean contestadas como no deseables o incluso como ‘anticonstitucionales’ por una parte de la ciudadanía o por grupos de intereses que así la juzguen o la presenten. Por otra parte, no parece que sea posible desarrollar tales líneas de actuación desde la asunción de unos principios de justicia que se resistan a descender al terreno de la desigualdad social y a reconocerla no en los textos jurídicos o en las declaraciones de principios, sino en el de la realidad social que soporta tales situaciones. El largo trecho de realidad social que separa el articulado de la Constitución española en el que se sancionan, por ejemplo, los derechos al trabajo, a la vivienda, a la sanidad y a la educación universales y gratuitas (desde la asunción teórica y constitucional del principio de igualdad de oportunidades), y la realidad actual sacudida por el paro, la exclusión, los desahucios, los recortes en sanidad y en educación, y las iniciativas de privatización de empresas sociales —incluidos los centros asistenciales, y los centros de enseñanza— son una muestra de que tales ‘esencias constitucionales’ deben resultar más actuales y ‘menos esenciales’, si de lo que se trata es de acercarnos a una sociedad más justa y equitativa.

            En su intento de buscar un criterio universalmente aceptable desde el cual poder certificar el carácter justo y equitativo de los principios desde los que ha de articularse la ‘sociedad justa’ y/o así como la cercanía de estos principios a aquellas ‘esencias constitucionales’ afines a ‘cuestiones de justicia básica’ Rawls ensaya una postrera reformulación de su no pocas veces, desde 1958 (en la  antecitada Justice and Fairness), reformulado prontuario pro-equidad desde dos principios fundamentales. Ese mismo que en la ‘Réplica a Alexander y Musgrave’ (1974) así rezaba:

Primer principio de Justicia:
Cada persona ha de tener un igual derecho al más amplio esquema de iguales libertades compatible con un esquema similar de libertades para todos.

Segundo principio de Justicia:
Las desigualdades económicas y sociales han de satisfacer las dos condiciones siguientes: 
a) han de redundar en el máximo beneficio esperado del menos favorecido (el criterio maxi-min);
b) y deben ir adscritas a cargos y posiciones accesibles a todos en condiciones de equitativa igualdad de oportunidades.
                  (en RAWLS, J. Justicia como equidad. Madrid, 2012. p. 177).

Prontuario este que en su versión original (1971) se expresaba de la siguiente forma:
The First Principle of Justice:
Each person is to have an equal right to the most extensive basic liberty compatible with a similar liberty for others.
The Second Principle of Justice:
Social and economic inequalities are to be arranged so that:
(a) they are to be of the greatest benefit of the least-advantaged members of society, consistent with the just savings principle (the difference principle).
b) offices and positions must be open to everyone under conditions of fair equality of opportunity.

Esta que sigue es, en todo caso, la que se considera la última formulación de estos principios propuesta por Rawls:

//La idea aquí es utilizar nuestras más firmes convicciones razonadas sobre la naturaleza de una sociedad democrática como un sistema equitativo de cooperación entre ciudadanos libres e iguales –tal como es modelado en la posición original- para ver si la afirmación combinada de esas convicciones así expresadas nos ayudará a identificar un principio distributivo adecuado para la estructura básica, con todas sus desigualdades económicas y sociales en las perspectivas de vida. Nuestras convicciones sobre los principios que regulan esas desigualdades son mucho menos firmes y seguras; de modo que recurrimos a nuestras más firmes convicciones en busca de orientación, allí donde falta seguridad y se necesita orientación.

                Para tratar de responder a esta cuestión recurriremos a una formulación revisada de los dos principios de justicia discutidos en la Teoría de la Justicia. Ahora deberían rezar así: 

a) cada persona tiene el mismo derecho irrevocable a una esquema plenamente adecuado de libertades básicas iguales que sea compatible con un esquema similar de libertades para todos; y

b) Las desigualdades sociales y económicas tienen que satisfacer dos condiciones: en primer lugar, tienen que estar vinculadas a cargos y posiciones abiertos a todos en condiciones de igualdad equitativa de oportunidades; y, en segundo lugar, las desigualdades deben redundar en un mayor beneficio de los miembros menos aventajados de la sociedad (el principio de diferencia).

            Como explicaré más adelante el primer principio es previo al segundo; asimismo, en el segundo principio, la igualdad equitativa de oportunidades es previa al principio de diferencia. Esta prioridad significa que, al aplicar un principio (o al ponerlo a prueba en casos difíciles), asumimos que los principios previos están plenamente satisfechos. Buscamos un principio de distribución (en el sentido más restringido) operativo en el escenario del trasfondo institucional, que asegure las libertades básicas iguales (incluido el valor equitativo de las libertades políticas) así como la igualdad equitativa de oportunidades. Hasta qué punto sea operativo ese principio fuera de aquel escenario institucional es una cuestión aparte que no consideraremos.//

Pero nosotros sí que la vamos a considerar, ya que las desigualdades han der superadas precisamente fuera de ese escenario institucional, que es teórico (ya que las desigualdades y  la no existencia real de igualdad de oportunidades es un hecho social, no una teoría, aunque existan teorizaciones liberales sobre la inevitabilidad de tales hechos): El primer principio no es sino una adaptación, que algunos intérpretes críticos del pensamiento de Rawls (Hardt, M. & Negri, A. Labor of Dionysus: a Critique of the State-Form, Minneapolis, 1994) llaman ‘neocontractualista’ de las ideas rousseaunianas y kantianas sobre la necesidad, o la conveniencia, de constituir un orden político basado en la fusión de la idea-propuesta de soberanía con la figura práctica del sujeto político o ciudadano. Tanto el imperativo categórico kantiano como la fórmula contractual de la democracia ejercida directamente por el pueblo soberano, de Rousseau, podían reclamarse, en un intento de afirmarlas sobre el suelo político en el que se desarrolla la vida real de los ciudadanos, como asiento de este primer principio, si de lo que se trata es conseguir que deje de ser un principio exclusivamente teórico.

              Pero mucho más interesante resulta considerar el ‘Segundo principio de Justicia’ en tanto que este apunta mucho más directamente al ‘suelo político’, es decir, a la práctica de los derechos y al usufructo de las liberades que conceden y deben amparar aquellos ordenamientos políticos superiores en los que se expresan las ‘esencias constitucionales’ afines a los principios-cuestiones de ‘justicia básica’ reclamados por Rawls como fundamentales. Este segundo principio, en su formulación definitiva, se despliega en dos órdenes distintos de postulados; el primero de ellos nos propone que, dada la existencia incontrovertible de las desigualdades sociales y económicas, estas deben ligarse institucionalmente a condiciones o situaciones —cargos institucionales y posiciones sociales— a las que puedan acceder los ciudadanos, todos ellos, en condiciones de igualdad de oportunidades (resulta inevitable pensar en los tópicos hollywoodianos del hombre que se hace a sí mismo, el self-made man, partiendo de la nada social más absoluta, así como el del tópico de una american way of life que haría posible tal proeza sociológica de desclasamiento: Orson Welles en Citizen Kane (1941), o Gary Cooper en The Fountainhead (1949), de King Vidor-Ayn Rand, y tantísimas otras). En todo caso este principio presenta el ‘defecto de equidad’ consistente en aceptar que las situaciones de injusticia no deben desaparecer, sino estar al alcance de cualquiera situarse en el ‘motor de arranque’ o en el aparato gestionador de las mismas.

               De la misma forma opera el prejuicio de que las oportunidades de ascenso están realmente al alcance de todos los sujetos, simplemente porque las constituciones contemplan el derecho a ascender en la escala social. El segundo orden de principios que se contempla en este “segundo principio de Justicia”, en otras formulaciones llamado el del máximo-mínimo (podría seguir siendo llamado de esta forma, aunque en una última instancia Rawls prefirió llamarlo ‘el principio de diferencia’), postula que “las desigualdades” —que siguen presentándose como inevitables—  “… deben redundar en un mayor beneficio —maximum— de los miembros menos aventajados —minimum— de la sociedad”. Es decir, que aquellos agentes que explotan y oprimen desde sus altas posiciones sociales y económicas a los menos favorecidos por una veleidosa fortuna han de operar de tal manera que de sus acciones no se sigan más que ventajas sociales (pero nunca ventajas exclusivas para ellos). Qué decir de este segundo orden de principios contemplados en el Segundo gran Principio de la Justicia rawlsiano. Que solamente es legítima la desigualdad cuando se fomenta desde ella la igualdad parece ser una consecuencia directa del mismo. Sin embargo, y teniendo en cuenta que este principio moral, que no es otro que el de la caridad cristiana, opera y vige desde que se dijeron y se escribieron los Evangelios, y que ha sido incorporado a todas las morales evangélicas o cercanas al cristianismo partiendo del también evangélico principio de que “… pobres siempre hallaréis entre vosotros.” (Juan 12:8, Marcos 14:7, Mateo 26:11. Biblia. Reina Valera-1960), no podemos por menos que observar que tal principio rawlsiano, si adolece de algo, es de originalidad, y por esta misma razón, no se ve necesitado de una validación práctica para poder establecer su grado de operatividad, que es nulo. La prueba de fuego de tales principios habría consistido en hacerlos dialogar con el principio de la moral liberal por antonomasia, ese mismo que aún no ha sido desechado (ni lo hará nunca si es que queremos preservar la ‘esencia del liberalismo’) y que afirma, desde Adam Smith, que el egoísmo es un bien moral, o, desde los también liberales Robert Malthus o James Mill (todos ellos citados y reinterpretados por Marx desde los Manuscritos de París, de 1844), que al altruismo es un mal moral.

              Así pues, solamente el primero de estos dos grandes ‘Principios de justicia’ (MEMENTO: “Cada persona tiene el mismo derecho irrevocable a una esquema plenamente adecuado de libertades básicas iguales que sea compatible con un esquema similar de libertades para todos…”) parece incluir en sus presupuestos algunos elementos susceptibles de poder ser presentados como favorables a la consecución de una situación de justicia y equidad de hecho. Precisamente el menos original de ellos, ese  mismo que, desde Rousseau y Kant, afirman que las legislaciones y los principios o imperativos que las informan son tanto más buenos (más democráticos según Rousseau, más ilustrados y cosmopolitas según Kant) cuanto más universales lo sean de hecho.

               

//Antes de continuar, deberíamos prestar atención al significado de la igualdad equitativa de oportunidades. Esta es una idea difícil y no del todo clara; tal vez podamos hacernos idea de cuál es su papel si entendemos por qué se introduce, a saber: para corregir los defectos de la igualdad formal de oportunidades –las carreras abiertas al talento en lo que llamamos sistema de libertad natural—. En este sentido, se dice que la igualdad equitativa de oportunidades no exige meramente que los cargos públicos y las posiciones sociales estén abiertas en un sentido formal, sino que todos tengan una oportunidad equitativa de llegar a ocuparlos. Para precisar la idea de oportunidad equitativa decimos lo siguiente: suponiendo que haya una distribución de dotaciones innatas, los que tienen el mismo talento y habilidad y la misma disposición a hacer uso de esos dones deberían tener las mismas perspectivas de éxito independientemente de su clase social de origen, la clase en la que han nacido y crecido hasta la edad de la razón. En todas partes de la sociedad debe haber aproximadamente las mismas perspectivas de cultura y logro para los que están similarmente motivados y dotados.

            Igualdad equitativa de oportunidades significa aquí lo mismo que igualdad liberal. Para alcanzar sus objetivos, deben imponerse ciertos requisitos a la estructura básica, requisitos más exigentes que los del sistema de libertad natural. Un sistema de libre mercado debe establecerse en un marco de instituciones políticas y legales que ajuste la tendencia a largo plazo de las fuerzas económicas a fin de prevenir las concentraciones excesivas de propiedad y riqueza, especialmente aquellas que conducen a la dominación política. La sociedad también debe establecer, entre otras cosas, iguales oportunidades de educación para todos independientemente de la renta de la familia.//

Desde estas últimas líneas resulta claro que Rawls se da cuenta —y que le preocupa, como no puede ser de otra forma, dada la honestidad de su intento— de las limitaciones materiales a las que ha de sobrevenir aquel principio, innegociable en cuanto a la necesidad de su vigencia y de su actualización, anotado como el primero de los dos en los que se despliega en su ‘Segundo principio de Justicia’, a saber, aquel que afirmaba y proponía que las desigualdades sociales y económicas han de satisfacer, prima facies, la condición de  “estar vinculadas a cargos y posiciones abiertos a todos en condiciones de igualdad equitativa de oportunidades”. Hemos de considerar que si esta condición se cumpliera de hecho y, efectivamente, fueran los menos favorecidos los que escalan hacia posiciones más altas es posible pensar que tales sujetos serían más proclives a legislar y a ejecutar acciones que no tuvieran por qué ser tildadas de clasistas o pro-oligárquicas. Por esta razón, que tampoco puede presentarse como irrefutable por la práctica (las más de las veces el desclasamiento va parejo a la renuncia a identificarse como ciudadanos de baja condición y origen por parte de los desclasados 'en ascenso'), insistirá mucho Rawls en la subsiguiente condición de que las perspectivas de éxito social, es decir, de ascenso han de darse y mantenerse independientemente de la clase social de origen, y de que tal condición ha de ser igualmente prevista y sancionada en los ordenamientos. Y es también por esta misma razón por la que, como acabamos de leer, “… en todas partes de la sociedad debe haber aproximadamente las mismas perspectivas de cultura y logro para los que están similarmente motivados y dotados”. Sin embargo en tal postulado hay algo que malogra el carácter equitativo del mismo: Se trata del adverbio “aproximadamente”, ya que tener ‘aproximadamente’ la misma oportunidad que otro lo que implica no es otra cosa que tener oportunidades desiguales. Esta ‘sospecha’ sobre el carácter sociológicamente fatalista que la condición social de partida ejerce sobre los sujetos —no sobre los protagonistas de las películas de Welles, de Vidor, o de Spielberg— y sobre sus expectativas de ascenso y de felicidad es la que movió en su momento al sociólogo y politólogo Pierre-Joseph Proudhon a concluir-comenzar con una famosa respuesta-sentencia su tratado sobre los fundamentos socio-económicos de la propiedad (Qu'est-ce que la propriété ? ou Recherche sur le principe du Droit et du Gouvernement, 1841): La propriété, c'est le vol! (Qué es la propiedad? O Investigación sobre el principio del Derecho y del Gobierno: La propiedad es el robo!). Está claro que las posiciones de Rawls no son compatibles con estas vehementes afirmaciones de Proudhon. Sin embargo tampoco puede decirse que desde estas posiciones rawlsianas las sospechas de Proudhon sobre el papel de la acumulación ilícita de capital, de la herencia, o el de la parcialidad de las acciones de los Estados frente a los poderes económicos constituidos hayan sido superadas.